miércoles, 30 de abril de 2014

“El amor en los tiempos del cólera”



...Pero fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño.
Empezó con la simplicidad de la rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de lino en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo: - Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón –dijo.

Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba bajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero si tres días imperdonables, y la furia de verse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando.


- Pues yo me he bañado todos estos días –gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón.
Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio. Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.

El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos resolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
-¡A la PIIIP el señor arzobispo!
El improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela: “¡A la PIIIP el señor arzobispo!”. Consciente de que había rebasado la línea, ella se anticipó a la reacción que esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de veras, sin importarle el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo. Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que estos se dieran cuenta de que no e hablaban.

Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de ir a dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que se levantara y se fuera. Él despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien en la cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular.
-Déjame aquí –dijo-. Sí había jabón.

 Fragmento de Gabriel García Márquez

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